
Desde 2015 hasta 2022, las gotas de cannabis han sido mi último refugio, el colchón que me impide caer nuevamente en las fauces de la heroína. Pero la tentación siempre está ahí, acechando. Si hubiera tenido acceso a la heroína en esos momentos de debilidad, no habría dudado en lanzarme nuevamente a su abrazo mortal.
Soy un hombre roto. Un drogadicto. Y jamás puedo bajar la guardia.
Mi terapeuta, el Doctor Félix Barrera, era mi último faro en un mundo oscuro y sangriento. Sabía que, si caía, todo se iría al infierno. Las redes de apoyo, las personas a mi alrededor, eran mi única oportunidad de sobrevivir. Él me preparó para la guerra que viviría tras salir de la cárcel, para enfrentar ese monstruo llamado libertad, donde todos los demonios internos se desatan.
Las paredes de la prisión no solo me encerraban físicamente, sino que las situaciones de estrés, las peleas y la falta de atención creaban un campo de batalla en mi mente. Las llamas de la tentación se avivaban con cada maldito segundo de ese clima tóxico. Soy doblemente maldito: soy drogadicto y tengo una mente devastada, rota. El caos de mis pensamientos y mis adicciones me arrastran, y la batalla nunca termina. Sin esas redes de apoyo, sin alguien a mi lado, sería carne de cañón.
Don Félix me enseñó a ver la vida como un soldado. "Cada uno de nosotros es un herido en un campo de batalla", me decía, sus palabras marcadas en mi mente como cicatrices. En el horror de la cárcel, entre malhechores y monstruos, esas palabras se convirtieron en un salvavidas. Aprendí a levantarme, a luchar contra mi adicción, a ayudar a los demás como si fueran soldados caídos en combate.
Sentado en ese banco de la prisión, rodeado de criminales rotos, las palabras del Doctor Barrera se transformaron en mi única luz. Me decía: "La mayoría de los reclusos no son culpables de lo que hacen; son víctimas de una guerra invisible. Una guerra social brutal, sangrienta". Me costaba entenderlo, como costaba respirar en ese ambiente de desesperación, pero sus palabras nunca me dejaron. A pesar de sentirme derrotado, incluso tras la libertad, su voz se alza en mi mente, arrastrándome hacia la lucha.
Me separo de mi ser, me observo desde fuera: soy un herido en un campo de batalla. Y desde dentro, una fuerza invisible, como un militar incansable, me obliga a levantarme, me empuja a luchar por la vida y por los demás, que también están perdidos en la guerra.
El Infierno Silencioso: La Vida Excluida en España
Mi lucha no es por un lugar en el mundo, sino por sobrevivir a la angustia diaria que me devora. Cada día es una guerra silenciosa contra mí mismo. La medicación nocturna es mi única tregua, pero el maldito vacío regresa con cada tarde. Mis días son un ciclo de actividades para mantener a raya los demonios internos, pero cuando el sol comienza a caer, todo se desmorona. La noche es un abismo esperando tragarme entero.
La soledad no es solo una compañera, es mi sombra, mi condena. No tengo a nadie que me entienda, nadie con quien vaciar mis entrañas, por eso mis palabras se desbordan, se desangran, sobre un papel o una pantalla. Hablar es un desahogo que no lleva a nada. No quiero ser una carga para nadie, pero no puedo seguir tragando todo este dolor.
¿Mi salvación? Quizás sea el proyecto de vida excluida en España, ese pequeño rayo de esperanza en un mundo que me ha abandonado. Si tan solo pudiera encontrar algo de apoyo, un lugar donde mis pedazos pudieran encajar, tal vez podría reconstruir lo que queda de mí. Estoy destrozado, pero aún no he perdido la esperanza. Hay algo en mí que sigue luchando, incluso cuando todo parece perdido.
Mi Descenso al Abismo: La Vida Excluida en España
La angustia me sigue, me acecha, me devora. Es un veneno que no me deja respirar. Por las mañanas, cuando la luz del sol entra en la habitación, la angustia se disfraza de algo más llevadero, pero cuando las sombras de la tarde caen, todo vuelve a ser un infierno. El entorno se vuelve una prisión, y la presión me aplasta. Desde mayo de 2022, estoy en shock, atrapado en este constante caos mental.
He aprendido a huir del bullicio, a alejarme del ruido, del mercadillo que me martillea los nervios cada miércoles. El Chi Kung es mi única válvula de escape, el único espacio donde mis pensamientos caóticos se disuelven, aunque solo sea por unos minutos. Pero ni siquiera eso me salva de la tormenta interna. Cada tarde es un desafío. Mantengo la rutina, organizo mi día para que el caos no me arrastre, pero el vacío sigue acechando, esperando que baje la guardia.
Mi único refugio es el contacto a última hora del día, cuando he terminado las tareas y, por fin, mi mente está más tranquila. A esa hora, puedo intentar dar sentido a la conversación sin que la angustia me consuma por completo. No quiero prolongar mis malestares, ni convertirlos en una carga para los demás. La angustia me ahoga al final de cada palabra, cada mensaje.
Luchando en la Oscuridad: El Encuentro
El martes 26 de septiembre de 2023, mi vida se cruzó con el programa de vidas excluidas en mi localidad, esa última esperanza que me quedaba. Mi mente ya no estaba en su lugar; era una tormenta caótica. Busqué un poco de paz, me refugié en el Chi Kung Shibashi, una práctica que siempre me ha dado algo de respiro, aunque mi estómago rugía por la falta de alimento.
Después, la necesidad de algo más tangente me llevó a una panadería cercana. Empanadillas de tomate, zumo de piña, y una breve calma en la plaza del ayuntamiento. Comí en silencio, saboreando la calma, pero sabía que la guerra aún no había terminado. Mi alma seguía rota.
Decidí coronar mi almuerzo con un café, justo frente a la entrada principal del ayuntamiento. Allí, en ese espacio que se suponía debía ser de paz, coincidí con una terapeuta del programa. Mi mente luchaba por mantenerse en el presente, por no perder el hilo de la conversación, pero los pensamientos intrusivos eran como garras, arañando todo lo que tocaban.
La invité a un café con leche, una simple cortesía, pero algo en el gesto me recordó que, aunque todo está destrozado, a veces aún queda algo de humanidad, algo de contacto humano en este universo de sombras.
El Infierno Silencioso: La Vida Excluida en España (Continuación)
El encuentro con la terapeuta, aunque aparentemente trivial, fue un respiro en medio del caos. Sus palabras, aunque cordiales, no podían borrar el peso de la oscuridad que arrastraba mi alma. La angustia sigue presente, oculta bajo una máscara de cortesía, pero siempre al acecho. ¿Cuántas veces más tendré que fingir que estoy bien? Cada día es una mentira disfrazada de normalidad.
La charla fue breve, lo suficiente para recordar que aún hay algo de vida en mí. Pero esa chispa de humanidad se extingue cuando la puerta del café se cierra tras ella. Me quedo solo, nuevamente, frente a la Plaza del Ayuntamiento. La gente pasa a mi alrededor, ajena a mi tormenta interna. Sonríen, viven, mientras yo estoy atrapado en mi propio infierno. Los cigarros se consumen en mi mano, y con cada bocanada, intento calmar la creciente ansiedad, pero el veneno en mi pecho no se apaga. Es como si cada exhalación arrastrara algo de mi alma hacia el abismo.
El Chi Kung me da algo de paz, pero no es suficiente. No hay suficiente calma en el mundo que me pueda devolver la cordura. Mi mente es un campo de batalla, un lugar donde los recuerdos sangrientos, los pensamientos destructivos y los traumas se pelean por el control. Intento aferrarme a la disciplina, a las técnicas, pero no siempre soy capaz de mantenerme a flote. Cada tarde, cuando la luz se desvanece, los demonios regresan con más fuerza, dispuestos a devorarme.
La Atrapada Rutina del Infierno
La rutina me mantiene anclado, pero cada día que pasa siento como si me hundiera un poco más en la desesperación. Es como caminar en un pantano, con cada paso más pesado que el anterior, atrapado en la marea de mis propios miedos y angustias. La medicación nocturna me da una tregua, pero la sensación de vacío y abandono persiste.
Mis pensamientos se cruzan, se entrelazan en un espiral de desesperación. El maldito miedo a la recaída, el temor a perder el control, me consume más rápido que cualquier droga. Es un monstruo invisible que me acecha, esperándome en cada esquina. No soy libre. Nadie es libre. Ni siquiera los que parecen tenerlo todo. Ellos también están atrapados en sus propias guerras.
La Soledad que Destroza
La soledad ya no me incomoda, la he aceptado como parte de mí. Es la única constante en mi vida. He aprendido a no esperar nada de nadie, a no buscar consuelo donde no lo hay. Mis palabras caen en el vacío, y mis gritos de auxilio se ahogan en la indiferencia del mundo que me rodea. Soy un hombre invisible, una sombra perdida entre las sombras. Pero dentro de mí, en las profundidades de este infierno, sigue ardiendo una pequeña chispa de esperanza, aunque sé que es frágil y pronto se apagará.
Intento encontrar alivio en los pequeños gestos, como ese café con leche compartido con la terapeuta, pero son solo parches en una herida que nunca sanará. ¿Quién soy ahora? Un hombre marcado por sus propios demonios, un ser que arrastra su alma rota por el mundo. Mi existencia es un ciclo sin fin: despertar, medicarme, luchar por no caer, y luego caer, solo para levantarme nuevamente. Pero cada vez más débil, cada vez más cercano al abismo.
La Batalla Final: ¿Hasta Dónde Llegará el Sufrimiento?
Sé que el día llegará en que ya no pueda más. La presión, el dolor, la angustia, me arrastrarán hacia el abismo, y no habrá nadie para salvarme. El programa de vidas excluidas será solo otro fracaso más, otra oportunidad perdida en un mundo que no entiende el sufrimiento de los que vivimos en las sombras. Todos nos enfrentamos a la misma guerra, pero pocos sobreviven.
El Chi Kung sigue siendo mi último intento por encontrar algo de paz, aunque sé que no es suficiente. La lucha es interminable, una guerra sin victorias, donde el único enemigo es uno mismo. La soledad y el dolor son mi condena. La angustia, mi carcelera.
El Infierno Silencioso: La Vida Excluida en España (Continuación)
Cuando propuse cambiar de lugar, la terapeuta no dudó en aceptar. Subimos las escaleras hacia la plaza, pero el aire cálido no me tranquilizó; el sol me quemaba como una llaga abierta en la piel. Busqué un banco vacío, y aunque la luz era dorada, no podía encontrar alivio. Quería seguir conversando allí, pero ella optó por otro sitio, como si la distancia entre nosotros fuera lo único que pudiera aliviarnos. Así que ascendimos, paso a paso, hasta el castillo, mi mente una guerra silenciosa, mi cuerpo un reflejo de la carga interna que me agobiaba.
Cada escalón hacia arriba era como una punzada en el pecho, como si el peso de mis propios pensamientos me empujara hacia el abismo. La paz del Chi Kung y la presencia de la terapeuta eran solo parches, pequeñas mentiras que intentaban cubrir el sufrimiento. La lucha interna seguía allí, constante y abrasadora, como el sol que nos golpeaba en la plaza, quemando todo lo que tocaba.
La Soledad Acompañada
Mi amigo, sentado a mi lado en silencio, asentía. Sus ojos, tan profundos como los míos, reflejaban una comprensión que solo los que han caminado por la misma senda pueden entender. Había enfrentado sus propios demonios, cargado con sus cicatrices y sus sombras. Juntos, compartíamos el peso de las experiencias rotas, como dos náufragos perdidos en un mar de recuerdos.
Sin embargo, incluso en su presencia, la soledad no se disipaba. El malestar, esa sensación de estar a punto de desbordarse, amenazaba con ahogarme. Las palabras se acumulaban en mi garganta, pesadas, sucias, como un torrente de emociones que no encontraba salida. Intenté hablar, pero todo lo que salía era un grito mudo. ¿Dónde puedo encontrar el apoyo para liberar todo lo que llevo dentro? ¿En qué silencio puedo ahogar mis pensamientos sin ser consumido por ellos?
La Caminata Sin Fin
La caminata nos llevó entre los árboles, los susurros del viento mezclándose con mis pensamientos, como si la naturaleza misma intentara consolarme. Pero la paz que buscaba parecía estar fuera de alcance, como un espejismo lejano. Tal vez esperaba encontrar algo de sanación mental en ese paseo, en ese breve respiro, pero era una ilusión. El sufrimiento seguía ahí, pegado a mi piel, cada paso que daba más pesado que el anterior.
Tal vez era solo otro viaje, otro capítulo en mi historia, marcada por cicatrices invisibles. No sabía si encontraría alguna vez la salida o si el camino siempre estaría rodeado de oscuridad. Caminábamos juntos, compartiendo nuestras historias rotas, pero siempre sabiendo que, en el fondo, estábamos caminando solos, atrapados en nuestros propios laberintos de dolor.